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Andrés Castañeda

Cilantro (Español)

Una pequeña casa marrón junto al lago llenaba su visión. A su alrededor, la hierba verde esmeralda brotaba del suelo, salpicada de flores de colores pastel y hierbas con olor a tierra. El recuerdo, por lejano que fuera, olía claramente a cilantro. Era su casa, aunque parecía poco sincero llamarla "hogar". Ya no era suya, no desde hacía mucho tiempo. Pero eso ya no importaba, pensó, lo único que podía identificar era el fuerte olor a madera, a hierba recién cortada y a ramitas de plantas aromáticas en las macetas de color granate intenso del porche de la casa. ¿Cuánto tiempo hacía que no recordaba la pequeña casa marrón junto al lago? Estiró la mano hacia ella, intentando discernir la escarpadura de los pilares de piedra a través del nebuloso espejismo de la memoria; volvió a intentar identificar algo, tal vez el dulce aroma que salía de la cocina, o el sabor de la fruta fresca junto con la sensación de su carne pegada entre los molares. Nunca volvió a ella antes de marcharse: la idea de que la casa ya no estuviera allí atormentaba su vida de vigilia y le quitaba la comodidad del sueño. A pesar de ello, decidió que no valía la pena saber si estaba allí o no. Al fin y al cabo, ya no era su hogar.

Arrepentirse es una palabra que da miedo. No en el sentido de monstruos horripilantes o figuras apenas veladas que acechan a los vulnerables al amparo de la oscuridad, sino de una forma más inquietante. Arrepentirse, reproducir una elección una y otra vez en tu mente, intentando desesperadamente que tu cuerpo y tu alma vuelvan a ese tiempo, para cambiar esa única cosa. Esa pequeña cosa. Actuar de otra manera, incluso actuar; todo esto inútil, pero esta futilidad no se encuentra con el shock, o incluso la frustración: sólo el sentimiento hueco de estar decepcionado por lo imposible. Recordar. Sentir pena. Para no olvidar nunca. Mil criaturas arrastrándose bajo la piel, hurgando en la carne, los huesos, los órganos, el alma y la mente. Estar de luto, lamentar, inquietarse, tener miedo, culpar, afligirse, autoinmolarse en frías llamas de remordimiento. Arrepentirse es una palabra que asusta.

La vista fuera de la ventana de la nave metálica era puro vacío. Minúsculos puntos de luz salpicaban el árido paisaje. De un altavoz situado cerca de la parte delantera salían vítores que repetían hasta la saciedad los mismos cinco segundos de audio. Todo parecía artificial. Los vítores, la emoción y las personas que había detrás de aquellos sonidos habían desaparecido; nadie lo entendía mejor que él.

No podía quedarse quieto, así que se levantó e intentó caminar alrededor de la nave. La gravedad cambió y pronto se encontró flotando junto a una ventana, mirando hacia la oscuridad. Nada, nada en años luz. ¿Habría alguna vez algo ahí fuera, en aquella fría y oscura extensión hasta el infinito?

La vista al otro lado de la ventana desapareció y volvió a materializarse en un abrir y cerrar de ojos. El dormitorio de su infancia lo recibió al otro lado de la conciencia. Cuadros con marcos de cristal opaco y libros de tapa dura se alineaban en las paredes de la habitación, pintadas en tonos azules y rojos abrasivos pero reconfortantes sobre el cemento liso. Sobre el escritorio había un pequeño cuaderno rojo con poemas que solía escribir todas las tardes al volver del colegio. También había un niño en la habitación. Había juguetes esparcidos por la alfombra y el niño lloraba. Ambos tenían siete años. La alfombra verde cactus brillaba a la luz del mediodía. Intentó tomar los juguetes para entregarlos al niño. Abrió la boca en un intento de pronunciar palabras de consuelo, pero lo único que se oía salir de su boca era estática, como un televisor sintonizado en un canal muerto. El niño lloraba aún más fuerte. Una mujer mayor entró corriendo y recogió al niño, intentando consolarlo, acariciándole la cabeza.

¿Qué pasa, cariño?

El niño lloró.

¿Qué es lo que pasa?

Entre llantos y mocos, el niño dijo: ¡¿Por qué no sonríe, mami?! ¡¿Por qué no sonríe?!

El niño no volvió a su habitación después de aquello. Sus juguetes permanecían en el suelo, mezclados e inidentificables entre los suyos. Delante de la cama había un pequeño televisor y dos controles en el centro de la cama. Uno de los sticks no funcionaba, recordó, y siempre se lo daba al niño para jugar. ¿Era de otra marca? ¿Lo habían roto? ¿Volvió a jugar con él? ¿Volvieron a jugar con él?

El recuerdo olía a brownies.

Pasaron junto a una estrella infernal, no pudieron evitar describirla así en su mente. Llamaradas de calor solar brotaron de la superficie y golpearon la nave, pero ésta no se movió, y si lo hizo, no le importó. Las paredes estaban calientes.

Delante de él había una niña. Sostenía un pequeño diente de león. El cielo estaba anaranjado y eran las 5:40 de la tarde. El rítmico golpeteo del motor de un cortacésped permanecía constante de fondo. Un violonchelo sonaba desde algún lugar. Estaban en un aula vacía. Ambos tenían 10 años. Él estaba desplomado sobre su escritorio, leyendo un libro que habían conseguido prestado de la biblioteca.

Ninguno dijo nada.

Era puro silencio, salvo por el ritmo del cortacésped.

A él le resultaba tranquilizador.

A ella no.

¿Qué estás leyendo?

Podía sentir cómo su cuerpo se esforzaba por abrir la boca y pronunciar alguna palabra, pero no salía nada. La muchacha observaba con impaciencia.

Su ceño se frunció.

Incluso la idea del lenguaje le parecía una carga demasiado pesada. El ruido se volvió hostil. El motor se había parado.

¡Bien! No te haré hablar.

Dejó el diente de león sobre el escritorio y recogió su mochila. ¿Por qué no le dijiste nada? Hasta te regaló un juguetito por tu cumpleaños.

Una pausa.

Todo el mundo te tiene miedo. ¿Lo sabías? Dicen que eres un robot, o un fantasma. Nunca has sonreído. Lo menos que podrías hacer es sonreír.

Volvió a decir algo, y esta vez la estática se abrió paso desde sus cuerdas vocales y a través de sus dientes, estallando en forma de ondas sonoras que viajan por el aire. Estaba desesperado. Un par de manos imaginarias se extendieron hacia ella.

La chica se burló. No puedes, ¿eh?

El recuerdo olía a pasto recién cortado.

Recordó un poema que leyó una vez. Intentó reunir las palabras en su mente para recordarlo, pero el texto seguía borroso. ¿Era siquiera un poema? Quizás era una película. Sí, era una película. La escena era el sol brillando en un cielo oscuro, cegadoramente brillante y siempre presente. No pudo evitar sentir que esta película no existía. ¿Era entonces un libro? ¿Una novela? ¿Un cuento? ¿Un trozo de papel encontrado al azar en las mesas de los restaurantes? Recordaban uno de esos. Una servilleta en el asiento del restaurante al que lo llevaron sus padres, en la que se leía en melancólica tinta azul: ¿Estaré solo para siempre?

Quizás era música, una canción. Recordó suaves cuerdas de guitarra junto a hogueras. Canciones pop pegadizas en grandes grupos. Sonetos melancólicos bajo la luz dorada de la luna. Sin embargo, de nuevo, no podía evitar sentir que aquellas frases eran falsas. Esas cosas no ocurrieron. Pero podrían haber ocurrido. Aunque, ¿qué sentido tenían los "podría"?

Un trueno repentino. Líneas del poema se formaron como apariciones en su cerebro:

Tienden a aislarse.

Son demasiado extraños.

Todo el mundo escucha, nadie transmite.

Los seres humanos no han existido el tiempo suficiente.

¿Estaremos solos para siempre?

¿Era siquiera un poema? Tal vez era una invención. Tal vez una serie de palabras sin sentido pegadas en su mente de distintas fuentes. La idea de una vieja computadora en el escritorio de su infancia, con olor a polvo y muelles oxidados, surgió en sus pensamientos.

¿Cuándo abandonaron su hogar? No la galaxia, no la Tierra, sino su hogar. ¿Y por qué? Para estudiar, tal vez. Para trabajar, podría ser. Para vivir, tal vez. Para encontrar; absolutamente. Se dieron cuenta de que era la pregunta equivocada. La verdadera pregunta era: ¿Cuándo dejó de ser su hogar?

Su padre estaba de pie junto a los fogones. Su madre servía limonada en vasos azules. El golpeteo de un cuchillo contra una tabla de cortar llenaba la tranquila tarde de una melodía agresiva. Su padre odiaba las cebollas, pero se atrevía a comerlas cuando le pedían bistec encebollado, siempre con una sonrisa en la cara.

Sorbieron juguetonamente la limonada del vaso y se deleitaron con su dulce acidez. La carne chisporroteaba en la sartén de hierro fundido que usaba su padre, y una ligera brisa de verano entraba por la ventana abierta. Tenía doce años.

¿Te gusta la limonada que hice, cariño?

Respuesta. Estática.

Que bueno. Una sonrisa débil.

Sin respuesta. Confuso. Una motocicleta rugió afuera. Una hoja de color verde intenso cayó sobre su plato.

Su padre: Deberías sonreír más, te ves mejor cuando lo haces.

El recuerdo olía a cebolla.

Una gran roca de color marrón rojizo atravesó la ventana de la nave. Pequeños fragmentos de piedra golpearon el lateral de las paredes metálicas, lo suficiente para reverberar por todas partes. Estaba atado a un colchón rígido desde hacía días. ¿Eran días? El tiempo se había vuelto inusualmente fluido. Largas pajitas de sustancias parecidas al vidrio fluían junto a las rocas que pasaban, formando patrones caleidoscópicos junto a la ventana. Objetos parecidos a plumas se pegaban al costado de la nave, y grandes trozos de metales desconocidos golpeaban las paredes en breves ráfagas. Cuerdas de oro fosforecente aparecían y desaparecían a intervalos regulares, y gigantescos anillos de gas y plasma iluminaban el negro vacío. Las estrellas infernales estallaban de repente con estruendosos estampidos, haciendo temblar esporádicamente la nave flotante. Destellos de luz rojo púrpura llenaban la oscuridad. Las llamas brotaban de la luz, formando esplendorosos fragmentos de cristal, abstracciones geométricas en forma de fractales, casi como si el propio tejido de la realidad se estuviera rompiendo.

No pasó nada durante un tiempo después de eso.

Todavía estaba atado al colchón.

El cemento bajo ellos estaba caliente y húmedo al tacto de su mejilla, a pesar de la nieve que rodeaba el patio techado. Ante y por encima de él había otro chico. Tenía los nudillos de un rojo aterciopelado y la cara enrojecida por la adrenalina. El uniforme escolar que llevaba estaba alborotado y tenía la corbata desabrochada.

Tenían 17 años.

Oyó el ruido de una pala metálica recogiendo nieve de la banqueta, a poca distancia de él y el chico.

Levantó la mano que utilizaba para sostenerse y se dio cuenta de que el suelo estaba resbaladizo por su sangre recién extraída. Varios libros de texto estaban desgarrados y desmantelados a su alrededor como cadáveres. Un dolor punzante le invadió la nariz. Se llevó su otra mano al labio superior y éste volvió pintado de rojo. Un fragmento de su canino estaba en el suelo junto a ellos.

¡Lo hiciste! Entraste, ¿verdad? El chico estaba gritando.

¿Cómo se siente? ¿Cómo se siente al haber entrado? ¡DÍMELO!

Empezó a decir estática de nuevo antes de que la pierna del chico se moviera y le pegara en el estómago.

Eres un experto en eso, ¿no? Quitándole cosas a la gente. Me enfermas. Eres un monstruo retorcido.

Aunque el sol estaba tapado por nubes grises, él sabía que era la mañana. La gente corría hacia los dos, horrorizada ante la escena que se desarrollaba ante ellos. Un profesor grita el nombre del niño. Otro chico y una chica agarraron al chico por los brazos, arrugando aún más su saco de uniforme.

¡Me ganaste! ¡Mira tu nombre en la pinche lista!

Intento sacar estática por la boca con la misma desesperación que antes, pero no salió nada. El timbre de la escuela empezó a sonar.

Cálmate, güey. El otro chico intentó calmar al chico. Se quitó al chico y a la chica del brazo.

No merecías entrar. Trabajé duro incluso para tener la oportunidad de intentar entrar a ese lugar. Pero tú entraste sin problemas, ¿eh? Eres repugnante. Te vi por la mañana, ¿sabes? Estaba a tu lado, llorando a mares. Pero tú... sólo viste tu nombre y el pequeño "felicidades" al lado y no te importó una mierda. Ni felicidad, ni satisfacción. Ni siquiera una puta sonrisa. Yo estaba allí en cuarto grado, ¿sabes? Todos te tenían tanto miedo. Ahora, bueno, ahora eres patético.

El recuerdo olía a metal.

La nave se había quedado a oscuras hacía mucho tiempo. No se oía nada. El bajo gemido de los motores se había apagado. Ninguna roca golpeaba las paredes metálicas, ningún espectáculo de luces. El colchón al que estaba atado ya no estaba en ninguna parte. Cerró los ojos y se puso en posición fetal, con la esperanza de pensar, de recordar algo. Pensó en el cuaderno de poemas que había sobre el escritorio de su habitación. En su mente, pasaban las páginas con angustia y pavor, pero a pesar de todo, no identificaba ninguna palabra. El acto de escribir era extraño, el arte de las palabras parecía insincero y el deseo de siquiera intentarlo era ajeno.

Pensaron en un poema.

La naturaleza de la vida inteligente es destruirse a sí misma.

La naturaleza de la vida inteligente es destruir a los demás.

¿Era un poema o un recuerdo?

Una escena se enmarcaba a través de un cristal tintado de azul. La calle junto al lago estaba llena de gente. Jóvenes, estudiantes de bachillerato vestidos con togas de graduación, lanzando al aire sus birretes de mortero, cuya borla dorada lateral se agitaba como majestuosas serpientes.

Tenía 18 años.

Se colocó detrás de la ventana, mirándolos desde su recamara en el segundo piso de la casa. Música salía de un altavoz que llevaba uno de los estudiantes. Riffs de guitarra y sintetizadores parecían invadir cada metro cuadrado de la zona.

La recámara de su infancia era estéril. Los vibrantes colores de las paredes se habían transformado en tonos más oscuros y apagados. Los grandes baúles de juguetes habían desaparecido, las sábanas eran monótonas y el escritorio estaba prácticamente vacío. No había libros en las estanterías. El pequeño cuaderno de poemas hacía tiempo que había desaparecido. El birrete se lo había colocado su madre, que había movido la borlita dorada del lado derecho al izquierdo cuando le entregó el diploma en la sala de la planta baja. Ni su padre ni su madre se habían entristecido cuando dijo que no quería ir a la graduación, sólo quedaba en sus ojos una especie de melancólica comprensión, como si aquello fuera lo esperado.

La toga estaba tirada cerca de la entrada del dormitorio, y la estola dorada yacía arrugada sobre la cama deshecha. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos que sólo se dio cuenta de que le quedaban pequeños después de ponérselos. Parecía una parodia de un humano: una imitación barata de una persona en el momento más agridulce de su adolescencia.

Tres personas miraron desde la calle hacia la ventana, lo que lo hizo agacharse rápidamente para evitar ser visto. Era el chico llorón de antes, ahora crecido y guapo, con una barba que empezaba a crecer. Era la chica del diente de león, ahora guapa y definida. Era el chico del uniforme, con los nudillos curados. Desviaron la mirada y sonrieron a la multitud que pasaba por delante de la casa. A través de la ventana, reconoció a más gente: el chico y la chica que habían detenido al chico de uniforme; la madre del chico llorón, tomando fotos con una cámara digital; gente que conocía de historias que no contaría, historias que no quería recordar. La multitud desapareció en la distancia, dobló la esquina de la calle y avanzó a grandes pasos hacia las vistas del futuro. La calle volvió a quedar en silencio.

El recuerdo olía a polvo.

Las estrellas se convirtieron en líneas hipersónicas de luces a medida que la nave aceleraba. Se agarró al panel de control, desesperado por no salir volando por la inmensa atracción gravitatoria. El vacío estallaba en verde neón, rojo, azul y naranja. Enjambres de rocas golpeaban contra las ventanas. El mundo exterior se había vuelto blanco. Las leyes de la física ya no se aplicaban. Poco a poco se desprendieron de todo.

Una figura se situó frente a él. El mundo que lo rodeaba era un recinto resplandeciente de luz pura. La silueta de la figura se erguía, extendiendo la mano hacia ellos. Rayos de colores salían de ella como electricidad estática. La figura se metamorfoseaba y transformaba a la vez en mil formas de mil maneras en un solo segundo. ¿Era un chico? ¿Una niña? ¿Ninguno de los dos? ¿Ambos? ¿Sus padres? ¿Sus familiares? ¿Amigos? ¿Sus seres queridos? Intentó alcanzar la mano de la figura y desesperación se apoderó de su mente. La mano de la figura se encontró con la suya. La mano se estrechó. Mundos de tierra y agua se precipitaron sobre ellos, y la figura empezó a jalarlo hacia algo. El vacío blanco se desvaneció para revelar millones de fragmentos de cristal. El suelo era tierra húmeda. Una hoja le cayó sobre la cabeza. Ahora sabía lo que hacía aquí. Lo habían enviado a buscar.

Demuestra que se equivocan, recordó, no estaremos solos para siempre.

Con un solo parpadeo, su cuerpo yacía en el suelo, el inconfundible tacto de la hierba le sobresaltó. Lo cubría una humedad calmante, y el aire era claro y delicioso. Algo se arrastró sobre su mano, y miro hacia abajo para encontrar un insecto parecido a una hormiga, aunque de color púrpura, con un único cuerno que sobresalía de su cabeza. Una lengua chocó con su mejilla derecha, y se dio la vuelta para encontrar un enorme mamífero bípedo, con las inflexiones de un perro mezcladas con el tamaño de una jirafa. No se parecía a nada que hubiera visto antes, pero no quería hacerle daño. Acariciaron ligeramente al animal, haciéndole ronronear como un gato.

Se levantó del pasto y miró hacia al cielo. El color era nostálgico, como las paredes de su dormitorio: de su casa. ¿Cuánto tiempo hacía que no lo llamaba hogar? El sol brillaba con un intenso resplandor amarillo.

Un paso conducía a un bosque de árboles de color avellana. La luz se reflejaba en los guijarros del suelo, que parecían piedras preciosas. Un camino había sido tallado en la tierra, con grandes ladrillos de piedra colocados como marcadores. Todo se despejó y se encontró con una visión familiar.

No era un poema, era un recuerdo.

No estoy solo.

Un birrete de graduación, juguetes rotos, libros a medio terminar, cebollas blancas y vasos azules de limonada estaban semienterrados en la tierra. Pilares de ónice blanco y negro se erguían como una puerta. Entre ellos brotaba hierba verde esmeralda.

Era una pequeña casa marrón junto a un lago. Por muy distante qué pudiera haber estado, siempre había olido a cilantro.


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